viernes, 17 de julio de 2009

A LA COMPAÑERA HERMINIA DE LA PINCOYA

Herminia de la Pincoya

Andrés Bianque

Viernes 10 de julio de 2009, por .

Resulta que ella podría ser perfectamente el resumen
preciso y certero de la vida de una mujer americana,
de las nuestras, muy nuestras, dedicada a combatir, d
esde las más diversas trincheras, aquello que oprime
todas las quimeras.

Intento afinar de manera exacta la cuerda en que reposan
los recuerdos, voy trepando lento hacia la década de los
ochenta, hasta que le veo allí azuzando con ceño de brazos
cruzados el fuego que crispa el agua de un fondo de comida,
mientras en silencio de harina, el pan amasado espera
somnoliento su estirón de levadura sobre un tosco mesón,
que han construido los hombres cesantes de sueños.

Aparecen de rato en rato ciertos vecinos buscando respuestas
a las más diversas preguntas. Niños enfermos, ¿Tendrá algún
remedio para la fiebre?, Quisiéramos participar en la olla
común, ¿Cómo lo hacemos? Necesitamos una mediagua,
una casa para poder vivir ¿Sabe dónde o cómo se puede
conseguir eso?

Qué dulces eran los damascos esos veranos en aquella
mítica esquina de trigales y gardenias, que olor exquisito
a tierra recién regada y barrida en tono de alfombra
popular para quien llegara a la casa. Qué tibias eran las
tardes de invierno amobladas por la respiración tierna de
agrupaciones de sueños hermanadas en aquella casa,
cuartel general de mujeres generales de insignias y
medallas invisibles que colgaban y cuelgan sobre sus
pechos que sostuvieron el mundo que se vino abajo,
después de aquello de lo septiembre verde. Que olorosa
era la canela junto a Iván, que de cañerías fracturadas
y enyesadas por Don Fernando, y la hermosa señora
Gladys y su jalea de hospital, el seductor eterno de
Mauricio dando clases de cómo abordar a las féminas.
Tantos seres anónimos que el oleaje del tiempo se
lleva tiempo adentro…

Que gran familia popular pululaba en aquella casa,
que de niños felices entrando y saliendo por las puertas
que siempre estaban abiertas. Detalle que dibujaba de
cuerpo entero su esqueleto de vigas vigorosas, de
enjambre de vidas divididas entre lo que se dice y
entre lo que se hace. Y las chocolatadas, y las tizadas
y los juegos, y los parches contra los balines…

Herminia tenía el sabor a abuela en aquellos tiempos,
inspiraba ternura a pesar de su carácter serio y decidido.
La conocí sencilla de hablar, segura de ideas, la recuerdo
humilde, a pesar que ella sabía lo suyo, pero prefería
siempre caminar por las barriadas y las poblaciones a
habitar en las nubes de intelectuales. Me llamó la atención
la manera diestra en que interpretaba las heridas, las de
adentro y las de afuera. Pienso en lo difícil que se hace
el describir el semblante curtido de una mujer de pueblo
que vive para el pueblo y que pareciera, conociera todas
sus vertientes y posibilidades. Parida, nacida y curtida
en la lucha.

Y su característica voz ronca de tanto grito contra la hiedra
que llena la casa y las cuadras, yo pinto callado el borde
de un lienzo, mientras observo atento, como decenas de
personas le preguntan qué hacer hasta en los más
domésticos y fáciles ejercicios cotidianos que realizar.

Por aquellos años, Toño, el indio Toño aparecía con su
bandera de sonrisas e historias lindas a alegrar a cada
uno de los que allí estábamos, alargaba su cuerpo de
Arauco sobre el umbral y sonreía con los ojos ante
cualquiera que le mirara. Estaba la Panchita,
Mapuche pequeña pero de corazón gigante, como no
he visto hasta el momento.

Y aquí debo, debo detenerme en esa mujer de greda,
porque me aborda el deber de contar que después de
terminar las tardes faenando palos, harina, panes y
sales, ella se iba a su otro hogar. Tomaba su carretón
de mano, anclado a la orilla de aquella morada. Se daba
su pausa líquida en algún garito oculto de aquellos años,
algunas veces, y continuaba su viaje hasta su casa, la
que quedaba en la misma dirección que la mía.

Muchas veces, comenzaba a murmurar en voz alta
palabras incomprensibles, el murmullo se hacía arroyo
más claro, hasta que el agua del molino de su boca se
transformaba en canción sonora y persistente. Cantaba
en Mapuche, coreaba sus nombres y ciertos nombres
en Mapudungun… ¡Canta Panchita, canta! Le decíamos,
le decía, y ella cantaba como un pájaro herido sobre
las ramas de una araucaria herida y primera vez en
mi vida que escuchaba una canción mortal, terrible,
profundamente intensa y hermosa en el límite impuesto
por los señores de la noche, cantaba en los ochenta,
cuando era quizás, un solo grupo al que le importaba
la causa de los peñis. Y ahí parada frente a una barricada
artesanal, ella se paraba, cruzaba sus manos en el bajo
vientre y como una niña de escuela, le cantaba a sus
ancestros. Palos, pañoletas, piedras y otros para nosotros,
y ella simplemente suspendida entre el humo y la noche,
cantándole a los pájaros, a los niños que éramos nosotros
accidentalmente, y un escalofrío colectivo nos erizaba la
piel y los lamentos y , carajo, lanzábamos las piedras
más lejos que nunca..

Nosotros con miedo de gritar libertad aquellos años,
y ella, cantando el lenguaje prohibido de los pehuenes,
los montes y los lagos. Muchas veces la escuché y no
entendí nada, nada, absolutamente nada, y yo miraba
su rostro partido de arrugas tempranas y se me encogía
el pecho y las costillas se me rompían como ramas
secas y alto y hermoso aleteaba mi corazón ante
el llamado de sus tierras.

Herminia de la Pincoya, le susurraba el orgullo de ser
Mapuche a la Panchita, en forma constante, le
hablaba de corrido del indomable e indómito pueblo
aquel, del cual sentirse eternamente orgulloso.

Ay Herminia linda, como has desafiado los años, y
por sobre todas las cosas, los daños. Y sólo fue ayer
que he visto tu paso lento con el lienzo entre las
manos y tu grito pequeño en contra de todo lo malo.
Y me entero que sin querer, estuve sentado a la mesa
con una leyenda, que desde los 50, que desde los 60,
que desde los 70, que desde siempre, la matriz de
nuestra clase te regalo como defensora de tus otros
hermanos y hermanas para toda la vida.

Y cómo no recordar aquella tarde en que te vi vestida de
verde oliva defendiendo la tierra de Sandino en una
fotografía, y tu humildad de mujer sabia, y tu silencio
y tu mejor hagamos, a estar sentados escribiendo
discursos infinitos.

Ahora, el coma entra en la redacción de tu vida,
y en vilo, tanto yo, como muchos de aquellos que han
tenido el honor de conocerte, sienten el filo del precipicio
de la muerte. Si supieran aquellos que tienen un hogar
gracias a tus desvelos, si supieran algunos, que de
cicatrices les curaste. Si supieran de las marchas que
conocen tus pies hermosos, si supieran que adorno
has sido las noches de tomas en terrenos hambrientos
de dinero. Fuiste adoptando fantasmas sobre la hamaca
de tu pelo, fuiste amparando el tiempo de harina
colectiva sobre tus sienes.

Mujer entre las mujeres, dirigente honesta dentro de
los honestos, combatiente del conjunto de disciplinas
que acarrean vida a las calderas humeantes de nuestro
pueblo, pudiste haberte ido hace años, pudiste haber
vivido plácida en muchos lugares, pudiste haber
adquirido un sueldo substancioso y un buen puesto
por servicios prestados a la clase. Pero no, ahí andabas,
ahí andas de la mano con otros que nada tienen.
Enseñándole a los jóvenes ciertas cosas que no aparecen
ni en los estatutos de ciertos partidos, ni en los
decálogos de filántropos de ateneos.

Herminia Concha, dirigente, abuela de combatientes,
mujer, nana de cachorros en ciernes, madre, compañera
de noches amargas, siempre ahí, siempre allí. Estas letras
no son más que un pálido remedo que no alcanzan
la estatura de tu semblante sereno.

Mejórese, véngase con nosotros, la estamos esperando,
hacen falta miles como usted.

Andrés Bianque.

FOTOS: Alejandro Stuart












No hay comentarios: